Epifanía del fracaso en un cuento de James Joyce
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Imagen generada por DALL-E con instrucciones de Ulises Huete. |
Los errores fatales de la vida no se deben a que un hombre haya sido insensato. Un momento de insensatez puede ser el mejor de los nuestros. Se deben a que el hombre sea lógico.
Óscar Wilde.
Por Ulises Huete.
Releer un cuento es como recordar un episodio del pasado. Al volver a
recorrer las páginas de un texto, como al regresar a unos momentos pasados, me
percato de detalles que antes no pude apreciar bien. Y esos pormenores me
ayudan a entender mejor lo que dice el texto. Así como al recordar se me
revelan aspectos que me permiten comprender un poco más lo que pasó, la
relectura me da la ventaja de la familiaridad, de una mayor cercanía, de poder observar más claro lo que antes miré de modo general.
Jorge Ruiz Luna, profundo y sensible lector, uno de mis maestros de
literatura, me decía, con apasionada serenidad, que la lectura es en esencia
algo más que una manera de adquirir cultura, porque la lectura es una vivencia,
una oportunidad de sumergirse en la vida, en la compleja existencia del alma
humana, sin moralismos, sin utilitarismos, sin pretensiones. Y así, en una de
tantas conversaciones que tuvimos, me enseñó a comprender eso otro que
ciegamente buscamos en la lectura y que al cabo se vuelve una necesidad, no
saciada con otras actividades, para nuestra vida interior.
He releído con deleite un cuento memorable de James Joyce titulado “Un
triste caso”, perteneciente a la colección Dublineses, y me asombra la sutileza
con que la historia muestra dos momentos, casi imperceptibles en la narración,
en los que James Duffy, personaje principal, se acerca y se pierde del “festín
de la vida”. Sin proponérnoslo, en muchos casos, la vida nos otorga una
oportunidad. Involuntaria, a veces, o voluntariamente, en otras, esta
oportunidad se nos escapa.
James Duffy, hombre taciturno, metódico y escéptico, cuyo “…amor por
la música de Mozart lo llevaba a veces a la ópera o a un concierto: eran éstas
las únicas liviandades en su vida…”, conoce a la señora Emily Sinico en un
teatro. Luego de algunos encuentros casuales en distintos lugares, empiezan a
intimar con respecto a temas e intereses personales. Emily se vuelve la
confesora de Duffy y este, una compañía vital, una esperanza, para aquella.
Emily, a diferencia de Duffy, nos la presenta Joyce como una mujer
intensa: “Su mirada comenzaba con una nota de desafío, pero confundida por
lo que parecía un deliberado extravío de la pupila en el iris, reveló
momentáneamente un temperamento de gran sensibilidad.” Poco se nos informa
de las opiniones de Emily, pero su temperamento lo deducimos a través de la
solicitud con que trataba a Duffy y de las acciones que emprendería luego.
¿Qué sintió, tan terrible, James Duffy, luego de compartir momentos
gratos, para pedirle a ella “romper la comunión”? “Es imposible
la entrega, decía la voz: uno se pertenece a sí mismo.” Al cabo de
cuatro años, al saber de la lejanía inexorable de Emily, no una voz, no la voz
de la razón, lo hunde en una certeza auténticamente infernal: la sensación de
la mano de esa mujer se posó en sus manos, después, no solo la sensación de la
mano de Emily lo rozó, también su voz alcanzó su oído. Estas sensaciones
emergían de los recuerdos de Duffy, estaban sedimentadas en su alma, y ahora,
ante la irrevocabilidad de la ausencia de aquella mujer, eran el reverso de la
presencia de ella, eran la patética encarnación de la soledad de Duffy.
Al conocer a Emily, se le mostró a él la posibilidad de la plenitud, al
percatarse de su distancia, se le reveló, como en una epifanía, su
desolación. La verdadera relación de ese encuentro y desencuentro no fue
la que Duffy se proyectó en sus pensamientos, ni la que publicó el diario,
sustentada incluso por los familiares de ella. Todo eso fue un síntoma, un
tejido de apariencias razonadas que falsificaban los esenciales acontecimientos
de la vida interior de la mujer. Todos, la noticia, los familiares de ella y
Duffy, no supieron lo que en verdad pasó. Solo él, hasta después, al sentirse
desvalido, comprendió a Emily.
En todas las existencias anónimas, tras su normalidad e intrascendencia,
acontecen experiencias sórdidas y nobles, dichosas y trágicas. Bajo el
comportamiento sensato, guiado por razones válidas y estériles, quedaron los
escombros del alma de James Duffy. Pero si hay culpa, si es que esta existe, solo
le quedaría adjudicársela él a sí mismo. Tal vez sea inocente y eso también solo
a él le competa juzgarlo. Baudelaire, desgarradoramente, nos dice: “¡Soy
la herida y el cuchillo!/ ¡Soy la bofetada y la mejilla!/… la víctima y
el verdugo!”
En este enlace podés leer el cuento de Joyce.
https://ciudadseva.com/texto/un-triste-caso/
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